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Donación del Gobierno de Cuba a las Asociación de un Busto del Héroe Nacional José Julían Martí y Pérez
Conferencia pronunciada por el Dr. Eusebio Leal Spengler
05/24/2004

El 19 de mayo de l895, apenas levantaba el sol por el oriente cubano, cuando se produjo un encuentro infortunado entre tropas españolas y un pequeño contingente mambí, o sea, de combatientes separatistas cubanos.

Se desconocía realmente que en aquel grupo se hallaba el General en Jefe del Ejército Libertador de Cuba, Máximo Gómez Báez, nacido en la República Dominicana, y José Martí, líder del proceso revolucionario independentista, elevado al grado de General, sin ser él un militar, pocos días después de haber desembarcado en tierras cubanas.

Aquel sitio se caracteriza por el encuentro de dos grandes ríos: el Cauto y el Contramaestre. Y en ese triángulo fatal, Martí avanza enteramente solo, tentado por algo más que su voluntad, quizás por la alegoría que —sobre su destino— había dictado en sus propios versos, cuando dijo: Siento dentro de mí un cántico que no puede ser otro que el de la muerte. Avanzó resueltamente hasta caer traspasado por las balas, y su cadáver abandonado fue recogido por las tropas españolas.

Identificado por los objetos que llevaba en sus ropas, Martí se convirtió en la noticia del fin de un proceso político que ya se anunciaba en la prensa continental española y norteamericana. Sin embargo, con palabras clarividentes, el poeta había predicho: Mi verso crecerá: bajo la yerba,/ yo también creceré.

Tenía solamente 42 años, pues había nacido en La Habana en 1853, en el momento en que se acentuaba una profunda crisis política, hallándose dividida la opinión pública con respecto al dominio de España sobre la Isla en tres opciones claramente distantes la una de la otra.

La primera, tímida, buscaba entonces afirmar el sentimiento de independencia absoluta y plena soberanía para Cuba. En ese propósito, se identificaba con las vecinas islas antillanas de Puerto Rico y de Santo Domingo, Antigua Española.

Un segundo grupo aspiraba a reformas políticas, tentado por la posibilidad de salvar sus grandes recursos económicos, invertidos esencialmente en la industria azucarera, sin tener que pasar por el trance amargo de una guerra de independencia o de liberación nacional.

La tercera opción creía que Cuba estaba llamada por su destino a ser una estrella más de la constelación del Norte, y por tanto aspiraba a una anexión que favorecían políticos y militares del sur de los Estados Unidos, los cuales todavía no habían cuajado en la nación unitaria que emergió de la gran guerra civil.

En España, un movimiento de simpatía hacia Cuba iba tomando cuerpo en los sectores abolicionistas y antiesclavistas, quienes consideraban como un freno al desarrollo de la pujante modernidad el que Cuba sostuviera un sistema productivo basado en la ya casi imposible importación de esclavos africanos. Traídos desde algún punto de la costa, estas piezas humanas eran vendidas en el Caribe para mover una industria que, paradójicamente, ya contaba con los más modernos adelantos de la ciencia: el vapor y el ferrocarril.

Cuba había introducido el camino de hierro hacia l837, convirtiéndose en el séptimo país del mundo en establecerlo. A su vez, una comisión de notables dueños de ingenio —la llamada sacarocracia cubana— buscó en Inglaterra los auxilios de los hermanos Watts para poner el ingenio del vapor al servicio de la industria azucarera.

A ese desarrollo impetuoso le correspondía un estatus jurídico ambiguo, pues sólo Cuba y Puerto Rico permanecían bajo el dominio español, tras haber conquistado su independencia las demás colonias americanas hacia 1820.

Bajo la impronta de hombres ilustres como los sacerdotes mexicanos Hidalgo y Morelos, y del esfuerzo inconmensurable del Libertador, Simón Bolívar, pasando por la inmensa renunciación y el carácter heroico de la gesta sanmartiniana, ese sentimiento independentista abrazó los países del sur llegando hasta las puertas del Perú.

Allí, en la Alta Pampa de Quinua, en Ayacucho, el último esfuerzo militar hispano se desplomó. Al igual que las tropas derrotadas en Puerto Cabello y San Juan de Ulúa, esas fuerzas diezmadas debieron pasar por La Habana antes de ser repatriadas.

Me complace que este acto se celebre en el seno de la República Oriental, porque ella fue la cuna de uno de los más altos representantes de aquella pléyade de héroes impares de la historia americana.

Si no hubiese existido José Gervasio Artigas, tendríamos que crear una leyenda con su nombre. El Éxodo del Pueblo Oriental, el inmenso sacrificio de la tierra que queda virtualmente despoblada, la conquista de la independencia, la tristeza enorme de la expatriación…, todo ello es solamente comparable al destino de San Martín, quien se apaga en Francia esperando que cristalizase el sueño de la unidad americana.

Sería ese mismo anhelo el desvelo más importante en la apostólica tarea de Martí. No en balde, el primer monumento que se levantó en Cuba, en el Parque Central, está sostenido por la República Oriental: los bueyes y los conductores de aquella carreta de bronce sostienen en vilo la estatua del Apóstol que habla sobre su tribuna.

Desde que en México se enfrentó por vez primera a la realidad del indio, nuestro prócer conoció a grandes hombres de la reforma: en Guatemala, Honduras… entre otros países centroamericanos que le abrieron sus brazos a los cubanos durante aquel primer y largo exilio que sucedió a la guerra fallida de 1868 al 78.

No se alcanzó entonces la independencia, luego del enérgico pronunciamiento de Carlos Manuel de Céspedes, el 10 de octubre de aquel primer año. Pero lo cierto es que surgió la canción de gesta, el perfil nacional…; surgieron los héroes empinados, los poetas y los pensadores que le dieron una esperanza real de libertad al pequeño país insular, cuya población de 1 400 000 habitantes incluía más de 360 mil esclavos africanos.

Esa vocación de libertad se proyectó desde un inicio hacia el exterior, con esa visión del mundo de abrazar siempre a los pueblos hermanos en lo cultural y en lo político, ya que —como Isla— Cuba no podía quedarse resacada o rezagada del resto de América.

En ese sentido, la vida de Martí es una interesante y ejemplar odisea. Hijo de padre y madre españoles, quizás por esto aprendió que la cuestión que habría de debatirse en el futuro no podía fundarse en un odio infecundo.

Creía que era necesario salvar de España lo bueno y lo grande, lo que está contenido en su poesía, en la tradición enérgica de su pensamiento intelectual, en su heroísmo como nación, en los bravos guerrilleros que supo producir en todos los tiempos de su historia: desde Viriato hasta Xavier Mina.

Por eso, cuando hoy aquí se citaban sus versos sobre la rosa blanca, cuyo cultivo esmerado pondera, nos parecía estar escuchando también —tras ese verso sencillo y bien sonoro: Cultivo una rosa blanca en julio como en enero…— la voz de la santa que repite con fuerza e inspiración: Vivo sin vivir en mí y tan alta dicha espero que muero porque no muero…

Preso político a los 16 años, arrastrando grillos dolorosos, vio arrodillarse ante sí a su anciano progenitor, quien sufre por esa inesperada vocación suya de libertador el dolor más profundo que un padre español puede recibir en ese momento, cuando se hace evidente una confrontación entre criollos e hispanos.

La madre dulce y buena, madre de siete hembras y de un solo varón, compartió con don Mariano la esperanza de que su hijo sería algún día un escribano, un abogado… Tal vez no era lícito pensarlo en la familia de un soldado y de una bordadora, de ahí que se enfrentaran a una realidad para ellos inesperada.

El hijo de sus amores había nacido poeta: Míreme madre y por mi edad no llore, escribió al dorso de una foto del presidio… si esclavo de mi edad y mis doctrinas, su mártir corazón lleno de espinas, piense usted madre que nacen entre espinas flores… De esa manera comienza su largo exilio.

España le acoge maternal y amorosa. Va a Zaragoza, al seno del pueblo batallador que poco antes había dirimido su sentimiento liberal contra las tropas monárquicas en las calles de la ciudad de El Pilar. Allí, en el teatro Principal, recita a las víctimas de aquel holocausto su verso ardiente: Para Aragón en España tengo yo en mi corazón un lugar… Aragón, noble, fiero, fiel, sin saña.

La estancia española concluirá con su viaje a México, donde —como ya he dicho—conoce la realidad de nuestra América indígena. Le sorprende la magnitud del esfuerzo republicano; admira el tesón y la grandeza moral de ese país, hermano mayor en aquella latitud del mundo para Cuba. Y luego, reclamado por su amigo, el General Justo Rufino Barrios, llega a Guatemala para desempeñarse como maestro y educador de letras y literatura en el seno de la juventud.

Le había precedido el poeta cubano José Joaquín Palma, autor del himno nacional de aquella República, y allí rompió Martí si se quiere la corola de lo que llamaría la poca flor de una vida, cuando se enamora de la hija del ex Presidente, compromiso que no puede celebrarse porque ya antes, en México, había dejado su palabra comprometida.

Episodio amoroso que hace más humano al poeta; lance que devolvió a aquella frágil, pero fuerte naturaleza, el espíritu poderoso, esa inclinación que el hombre americano ha tenido siempre ante el reclamo y la hermosura de la mujer.

Fue la elegida su coterránea Carmen Zayas Bazán, con quien se casará en el Sagrario de la Catedral de México: Es tan bella mi Carmen, es tan bella —exclama—, Que si el cielo la atmósfera vacía/ Dejase de su luz, dice una estrella/ Que en el alma de Carmen la hallaría… Y levantando así sus amores a jerarquía de leyenda americana, siente el llamado de Cuba que, al concluir la guerra en 1878, abre las puertas por indulto del Rey a los proscritos emigrados.

tEn la patria sólo puede permanecer once meses, en los que —como orador— hace uso de la palabra en actos altamente comprometedores. Por ese verbo acerado y desafiante que trasluce sus ideas, volverá a ser deportado nuevamente y ya nunca podrá regresar sino hasta el momento postrero.

Lo que más sorprende de esta vida es que su mayor parte se desenvuelve en el exterior, pero ello no afectó el carácter, ni el estilo ni la forma de actuar de aquel a quien sus amigos llamaban Maestro.

El periodismo en el exilio norteamericano, que comienza en 1880, le sirve para luchar por el sustento de su vida y de su familia. Casado, con un pequeño hijo, estará también por un tiempo breve en Venezuela. Allí llega una tarde ante el monumento del Libertador… Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer —escribió—, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó donde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar…

Pero su amistad con el poeta Cecilio Acosta y la intolerancia del Presidente Guzmán Blanco le obligan a una deportación definitiva. Pasará a vivir en Estados Unidos, donde permanecerá durante quince años, lapso que le permitirá conocer lo que podíamos llamar su tercer laboratorio.

El primero era España; la España de sus padres, ya descrita. El segundo, la tierra americana: México, Venezuela y Centroamérica; la madre América, como lo llamó en su monumental discurso en el restaurante de Delmónico en Nueva York, casi puerta con puerta con el Consulado uruguayo, donde su íntimo amigo, el intelectual, diplomático y escritor uruguayo Enrique Estrázulas le protegía con amable y paternal solicitud.

Aprende con detalle a hablar y a traducir el idioma inglés; escribe artículos para el periódico La Nación de Buenos Aires, para la prensa uruguaya, para diarios de México y Centroamérica, y así su nombre comienza a ser conocido.

Le da tristeza y afecta su estado de ánimo la división de los cubanos en el exterior; no pueden hallar concordia los que, de una forma ominosa, han sido vencidos en la guerra no ya por el poder de las armas españolas sino por su propia desunión.

Le admira el coraje de Antonio Maceo y Máximo Gómez, quienes han perseverado en la voluntad de combatir. Sabe que en la República de Honduras se han puesto de acuerdo para lanzar un manifiesto a los cubanos, pero la hora no ha llegado todavía.

En la conmemoración de las fechas patrias cubanas, Martí sube al podio como el gran orador que sorprende por el timbre de su voz, por su vasta cultura, por su poder de atraer y formar un as de los corazones de las gentes. Uno que lo ve dice: subía y bajaba escaleras como quien no tenía pulmones; parecía encarnar el movimiento…

Tan joven que causaba sorpresa, su cuerpo y alma estaban —sin embargo— muy heridos por los años del presidio político, los daños materiales causados por la cadena y el grillo… Las fiebres, los dolores le sustraen permanentemente de estar donde considera su deber, pero de cualquier manera los emigrados cubanos lo invitan a Tampa, a Cayo Hueso, a Nueva York… adonde aquellos años llegaban por multitud los inmigrantes de todas partes del mundo.

La Babel de Hierro parecía ser el símbolo de la más pujante, tremenda y admirable modernidad, y allí —junto a los suecos, irlandeses, húngaros…— también están los cubanos, quienes comparten el mismo ruego y deseo de regresar a la patria distante.

Sorprende la lectura de los periódicos cubanos publicados en Nueva York, las noticias de los barcos que traen las cosas que eran más gratas a su mesa: frijoles negros, arroz blanco, plátanos verdes, tasajo de Montevideo… Y reunidos todos para celebrar y conmemorar, se fundan los Clubes Patrióticos, que se van sumando hasta lograr consolidar una unión muy fuerte… Y cuando esa unión les lleva a elegir un delegado en representación de todos aquellos clubes, ese delegado no es otro que José Martí.

Alguien que le vio en ese tiempo, el maestro negro cubano Rafael Serra, dice de él: era un Apóstol. Y Martí tomará ese nombre, no porque fuese su deseo, sino porque era el veredicto que le ofrecía la admiración de la multitud.

Las mujeres cubanas, para las cuales siempre tuvo amoroso detalle, querían conservar su pañuelo, su pluma… Se le veía en pobreza como al Padre Félix Varela, el precursor de nuestra independencia, muerto en San Agustín de la Florida en el propio año 1853, cuando aquél nace.

Debían hacer colecta los amigos para comprarle un abrigo; todo en Martí era austeridad; por eso puede exclamar y decir que no vivía ni en francachelas ni en disipaciones, sino que vivía con la sobriedad de los apóstoles Y así surgió el sobrenombre de Apóstol, uno nuevo en América, como antes fueron otros los reconocimientos a nuestros emancipadores, que nadie osaría rasgar: el Libertador, el Protector, el Benemérito de las Américas…

De esa manera, se fue levantando hasta convertirse en el líder del exilio y, llegado el momento, hizo una propuesta revolucionaria y novedosa: crear un partido político para dirigir la lucha armada, el Partido Revolucionario Cubano, y un periódico —Patria—que debía consolidar la unidad por encima de desavenencias y encontronazos.

Fue una tarea ardua: ver de qué forma podía realizarse un movimiento rápido, que no debía ser convocado por el odio sino por el amor, y llamar por igual a españoles y cubanos para levantar juntos la probabilidad de la independencia patria.

Objetivamente, ello no era posible… por eso consideró la guerra preparada por él, primero como inevitable, y después, como necesaria. Habiendo conocido como ningún latinoamericano la realidad de los Estados Unidos, también supo entrever el drama real y patente que Cuba debía enfrentar, pues ella debía ser tan libre de España como del gran vecino poderoso.

Toda su prédica se basaba en estos dos principios y, por asombroso que parezca, le preocupaba ya más lo segundo que lo primero, a tal extremo que en la carta póstuma dirigida a Michoacán, a su amigo mexicano Manuel Mercado, le dice: (…) ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber–puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo–de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan los Estados Unidos con esa fuerza más sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso (…)

Embarcado en aquel proceso, que parece quebrarse en el último momento cuando la conspiración es descubierta, manda la orden de que se produzca en Cuba el levantamiento que ya todos esperaban… Nadie prácticamente le conocía en la Isla, salvo sus amistades… Sus admiradores estaban dispersos por el mundo: desde París, donde debió sorprender con su elocuencia a Víctor Hugo, hasta el continente americano, donde los poetas y escritores sentían el atractivo magnético de su personalidad, incluido el nicaragüense Rubén Darío, quien al tener noticias de su muerte, exclama: «¡ Maestro, qué has hecho!».

El 1º de abril de 1895, Cuba ya está sobre las armas y se declara la Ley de Emergencia. Desembarcan los primeros cubanos por el oriente del país, siguiendo a su caudillo más prestigioso: Antonio Maceo, mientras que el día 11 de ese mismo mes, también por la costa oriental, procedentes de la República Dominicana, lo hacen Martí y Máximo Gómez.

Del 11 de abril al 17 de mayo, los días previos a su caída en combate, Martí refleja en su Diario con inigualable belleza la naturaleza de esa parte de Cuba, desconocida para él hasta entonces… Sorprenden las descripciones de los árboles, de las flores, de las criaturas del monte; el dolor y la sorpresa ante las primeras heridas abiertas de los hombres; el horror y el espanto de la guerra…

Días antes también ha escrito a su madre, la carta más bella que conservamos: Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Ud. Yo sin cesar pienso en Ud., Ud. se duele en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿porqué nací de usted con una vida que ama el sacrificio?Palabras, no puedo. El deber de un hombre esta allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre (…) bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.

Pocos días después, es vitoreado como Presidente. Un Presidente que no llegaría a ser tal; un estadista sin Estado, como alguien dijo una vez de otro que le precedió en el tiempo… Pero su voz se escucharía vibrantemente hasta el último instante, y cuando se derrumba en Dos Ríos, su caída cumple la misión de proyectar hacia el futuro el destino de nuestro pueblo y de toda América.

Era el alma de un hombre grande, un símbolo casi perfecto, si es que puede hablarse de perfección en la naturaleza humana. Y cual imagen divina, lo cierto es que dejó una piedra angular para el reconocimiento de lo que somos, de nuestra identidad, de nuestro orgullo, de nuestra voluntad de ser, de traspasar limitaciones, de superar cualquier fatalidad y lograr para nuestra América un destino mejor, de justicia, paz y libertad.

Excelencias, me siento dichoso de que esta mañana, entre sus hermanos de espíritu, quede a las puertas de ALADI, mirando ese río maravilloso que simula ser un mar, este busto de José Martí.

Que esta presencia aquí sea el símbolo de su permanencia eterna en el corazón de los orientales, este pueblo al que admiramos y amamos.

Muchas gracias.